lunes, 6 de enero de 2014

Oxidada: la muerte y renacimiento de la serpiente emplumada.

Y bien. La hoja en blanco yace frente a mi, esperando, parpadeando, quizá anticipando el primer movimientode mis manos y mis ojos, y descifrar. Descifrar si realmente soy la misma persona a quién sirvió hace años ya.
¿Cómo puedo confirmarlo o negarlo? Después de todo, la vida me ha enredado en un remolino de confusiones; sólo de noche me encuentro conmigo; sólo de noche recuerdo que brillé y que como el agua fluía, como las flores crecía y como las flores marchité.

Pero la fuerza del corazón, alguna vez me dijeron, es más grande que la razón.
Con un ojo vacío y el otro cansado de ver, recurro al lenguaje de mis labios, pero mis labios y mi voz ya no hablan el mismo lenguaje. Mis manos y mi razón perdieron hace mucho su conexión.

Estoy desprovista de sentimientos: entonces soy como una roca que yace en medio del desierto. Pero incluso las rocas cantan, ruedan, se pierden y se encuentran en su majestuosa y milenaria danza. Yo, árida, no podría siquiera iniciar un movimiento.

Tan temerosa me siento de quien esté del otro lado. Siento un empequeñecimiento muy adentro que no reconozco más. Ya no es la soledad, ni los corazones rotos, ni las historias de amores furtivos o la ilusión de uno duradero lo que me mueve; es que nada me conmueve.
¿Puede una planta revivir después de no haber sido regada durante años? ¿Puede una historia terminar de ser escrita por quienes nunca supieron cómo inicia?

Es posible el desatino atinado, como leí en alguna ocasión, pero mis desatinos han sido simplemente eso; desatinados. Los clamores de la noche se pierden en medio de la tempestad.

El errar y la estancia errática son dos cosas muy distintas; mientras que la una es pasajera, la segunda es un sufrir perpetuo que sale amargo y amarillo, viejo y adolorido.

¡Mujer! —me digo a mi misma— Es hora ya de olvidar los errores, perdonar los dolores y limpiarse con flores, quemar los amores viejos y oler sólo el perfume de los besos.
Me quedo entonces con lo bueno.

Aquí yace el final de mi vieja piel, aquella que mudo en el momento en que se lee esto. Mi piel, ahora tierna y rosa, es frágil, pero resistirá el viento cruel que pronto convertiré a mi favor.

¡Adiós serpiente! Te veré en los cielos, emplumada y majestuosa, volando desde lo alto y cantando; cantando la canción que muy adentro aprendiste desde el momento en que naciste, moriste y renaciste.

(...) el sabio podría entristecerse al percibir la decadencia que habrá de seguir. Pero esa tristeza no le es adecuada. Sólo un hombre interiormente libre de tristezas y preocupaciones puede promover una época de abundancia. Debe ser como el sol a mediodía, que ilumina y alegra todo lo que existe bajo el cielo.